¡Vale! ¡De acuerdo! Asumo que tengo estrés, y no del bueno precisamente. ¿Por dónde empiezo? ¿Tiro de receta simple, de esas que se venden en farmacias, herbolarios, bares y medios de comunicación, o me arremango y comienzo una exploración exhaustiva para determinar las causas y factores en liza?
Me decido por la segunda opción y, como el tiempo no me alcanza, contrato a un detective sabueso para que me ayude a encontrar datos útiles para elaborar un diagnóstico que me permita comprender las causas ocultas de mi estrés. Por fin encuentro al investigador en cuestión y le doy una instrucción precisa: busca las fuentes del estrés con la misma entrega que un hombre santo busca en la India las fuentes del Ganges.
Al finalizar su periplo por fuentes y manantiales, vuelve y me habla de tigres dientes de sable como amenaza superlativa para los hombres de antaño, de sucesos peligrosos, nocivos o simplemente desagradables que activan, a las primeras de cambio, la reacción de lucha o huida.
Me habla también de acontecimientos especiales que ponen al organismo al borde del colapso, de sucesos cotidianos que se acumulan y producen sobrecarga y una larga lista de eventos del mundo exterior que hacen trabajar hasta la extenuación el sistema simpático, esa rama funcional del sistema nervioso autónomo o vegetativo que, cuando padece de hiperactividad, no es tan simpático como su nombre indica.
Al final del informe, mi detective privado deja caer, como sin darle demasiada importancia, que estudiosos de reconocido prestigio afirman que la reacción de estrés no depende solo de lo que nos sucede sino de la interpretación subjetiva que le damos a lo que nos sucede.
Dicho esto, se marcha y me deja el semblante como cuando mi médico de cabecera me receta contra el estrés que haga ejercicio, que mejore la alimentación y “que me tome las cosas de otra manera”. No le falta razón en ninguna de ellas, pero la última casi siempre se queda sin explicar.
Si no se explica, no se entiende. Si no se entiende, no se le presta la atención debida. Si no se le presta al estrés generado por uno mismo la debida atención, la mayor fuente de estrés que existe en nuestra sociedad actual campa a sus anchas por nuestro mundo interior ocasionando destrozos a diestro y siniestro. Ya se sabe que la invisibilidad fortalece al enemigo.
Hablamos de un estrés que uno se genera a sí mismo con su propio aparato mental a golpe de juicio y valoración, a fuerza de dar y dar vueltas a las cosas buscando sentido y soluciones, recordando sucesos oscuros, atemorizándose con anticipaciones de un futuro negro como la noche, amargándose con opiniones negativas.
El saber popular tiene sus propias maneras de referirse a este mecanismo: “darle vueltas a la cabeza”, “rayarse”, “ser un neuras” o “comerse el coco”, entre otras.
La expresión que más me gusta es la de “tener un reinar”. De niño escuchaba a las personas mayores de mi entorno decir: “se ha puesto enfermo porque tiene un reinar”. Curiosa expresión para referirse a que una idea obsesiva reinaba en la cabeza de alguien hasta llevarlo a la frontera de la patología.
Este mismo saber de la calle, lo mismo que diagnostica a su manera, apunta remedios eficaces: “déjalo ya, tómate unas vacaciones y a otra cosa, mariposa”. “Sal de juerga con los amigos y diviértete”.
Poner orden en este mundo interno no es tan fácil, ya que hasta la tarea mental más cotidiana es capaz de generar estrés. El mero reflejo instintivo de reflexionar buscando sentido a lo que ocurre genera estrés; el esfuerzo creativo produce tensión creativa, o sea, estrés; la natural tendencia a imponer nuestras construcciones mentales al entorno que nos rodea genera tensión. Más estrés. Cuando nos engañamos con argumentos peregrinos e ignoramos la realidad también generamos tensión.
¿Qué significa autoestrés?
El concepto autoestrés designa un estrés interno auto-mantenido de manera circular que, al tener su repertorio de síntomas típicos, tiene la categoría de síndrome. Aquí ya podemos hablar de un proceso patológico que camina por una escala con sus correspondientes grados.
El primer grado se conoce coloquialmente como “estar preocupado”. ¿Y quién no lo está por múltiples razones? La respuesta fisiológica que se produce al estar preocupado se corresponde con un estado de activación que persiste, aunque haya desaparecido la estimulación que la causó. Aquí se hace evidente la irritabilidad y la hipersensibilidad.
En el segundo grado estamos en presencia de rumiaciones persistentes que, si no se interrumpen, desembocan inevitablemente en ansiedad, estados depresivos y experiencias subjetivas que trastocan el funcionamiento general del rumiante.
El tercer grado nos lleva a un tipo de estrés maligno. Al llegar aquí, el individuo se coloca él solito a las mismas puertas de infierno, ya que se cierra un círculo vicioso si escapatoria posible donde la desesperanza y la impotencia se adueñan del aparato psíquico del homo pensante.
Síguele la pista al proceso descrito. De preocupados pasamos a rumiantes, y de rumiantes a espectros de un mundo tenebroso donde ya no es posible la relajación ni el reposo. En este terrorífico estado se produce una respuesta paradójica a los estímulos relajantes: lo que antes calmaba, ahora nos pone como una moto de carreras. No quiero ponerme tremendista, pero de esto último se muere gente.
El efecto dominó del estrés
Lo anteriormente descrito es un efecto dominó perfectamente reconocible. Pero, ¿de qué maneras puede iniciarse? Muy a menudo un suceso externo de estrés, digamos una bronca con alguien, actúa como núcleo alrededor del cual cristalizan procesos de pensamiento repetitivos que amplifican, mantienen y evolucionan el impacto inicial.
La bronca posiblemente no puede evitarse, pero la rumiación que generamos después puede y debe detenerse, por la cuenta que nos trae. En caso contrario, iremos de cabeza al tobogán perverso anteriormente mencionado.
Lo gracioso del tema, por decir algo, es que no hace falta que suceda un evento estresante para poner en marcha un proceso de estrés interno. Nosotros mismos, con nuestro torpe mecanismo, podemos activar esta rueda del infortunio con solo anticipar temerosamente acontecimientos que no han ocurrido, pero que podrían ocurrir. Por ejemplo: suspender un examen, que me despidan del trabajo, que me deje la pareja, que tenga un accidente, que me parta un rayo haciendo senderismo y un larguísimo etcétera tan amplio como la imaginación de cada cual.
Si nos gusta el deporte de buscar enemigos peligrosos, no busquemos siempre fuera, “aunque haberlos, haylos”. Miremos dentro, ya que, muy a menudo, el peor enemigo está en casa, omnipresente veinticuatro horas al día, hiperactivo, agazapado en los pliegues de nuestra conciencia, insertado en el aparato mental que piensa, imagina, anticipa, amplía, extrapola, falsea, predice y promueve los acontecimientos que nos suceden en el mundo exterior.
Darse cuenta de lo peligroso que es dejar al mono loco campar a sus anchas es el primer paso para poner remedio al asunto del estrés interno. Acto seguido, habrá que arremangarse y entrenar estrategias útiles para controlar el pensamiento. Una tarea compleja y fascinante como pocas que cualquier persona puede abordar con el Método Seda Estrés y, en particular con Formación Seda Estrés, un curso que no se deja ningún rincón importante por explorar y, mucho menos, las estancias de nuestro mundo interior.