El estrés de los necios

Los peligros de la necedad

A menudo se habla de la estupidez humana como una especie de nube tóxica que recubre la biosfera y de la que no se escapa ni la Macarena.

Razones para tachar de estúpida a la humanidad entera las hay a espuertas. Basta con mirar la televisión o asomarse a la red para ver en pocos minutos un muestrario muy elocuente de la imbecilidad humana. Para no insultar por insultar, voy a cambiar los términos estupidez e imbecilidad por el de necedad.

Escuché hace un tiempo una definición bastante elocuente del concepto necedad que decía lo siguiente: “necio es aquel que cree que sabe lo que no sabe y debería saber”. Tomada esta definición como marco de referencia, quiero reflexionar sobre algunos asuntos humanos que encajan a la perfección con la horma de este zapato.

Además, como tengo mi coto de caza en el terreno de juego del estrés, voy a tratar de atrapar argumentos convincentes de cómo la necedad humana tiene responsabilidad penal en la génesis, mantenimiento y agravamiento del estrés. Si consigo encontrar cables conectores que unan los comportamientos y las actitudes necias con el estrés maligno, voy a tener que lanzar a los cuatro vientos el siguiente mensaje: o dejamos de comportarnos como necios o vamos a reventar de estrés.

Lo siento mucho si algunos egos histéricos se ofenden con las etiquetas que utilice para sacar la mierda de debajo de las alfombras, pero mi misión es ayudar a las personas que quieran dejarse ayudar a gestionar su estrés de forma autónoma, inteligente y eficaz. Por eso creo conveniente llamar a las cosas por su nombre para derribar algunos palos del sombrajo.

En el presente artículo voy a reflexionar en alto sobre dos cuestiones fundamentales donde mi ojo avizor se ha posado para detectar la relación entre necedad y estrés.

Primera cuestión: el equilibrio.

Si hay algún concepto que, sin lugar a dudas, ocupa un lugar preferente en el olimpo de términos esenciales sobre el estrés y sobre la vida entera es el de equilibrio.

Todos sabemos, o deberíamos de saber, que sin equilibrio no hay paraíso, ni bienestar, ni salud, ni armonía, ni vitalidad, ni paz interior, ni serenidad, ni experiencias óptimas, ni felicidad, ni creatividad, ni nada de lo que merece la pena de verdad. Su pérdida desencadena un peligroso proceso de síntomas, achaques y enfermedades, del mismo modo que su recuperación jalona el camino hacia la salud y el bienestar.

Sabios de todas las épocas lo vienen pregonando de mil maneras. “Nada en exceso”, se leía en el frontón del templo de Apolo en Delfos. “Todo con moderación”, decía Aristóteles. “La vida es como la bicicleta. Hay que pedalear hacia delante para no perder el equilibrio”, contaba Einstein.

La vida entera parece estar configurada con estructura dual, tras la cual subyace, para el que lo quiera presentir, la Unidad esencial que todo lo aglutina. Dos polos o platillos y, en el medio, el fiel de la balanza poniendo orden. Un territorio mágico donde curiosamente habita la virtud.

Así expuesta la cosa, parece sencilla la formulación de esta clave vital, pero no lo es. Los antiguos griegos abordaron estos temas a través del mito, la filosofía y el teatro. Las filosofías orientales han hablado con diferentes expresiones sobre el camino medio. Toda sociedad que haya aspirado a un ideal de una vida sana ha buscado con determinación la estabilidad y el equilibrio. Pese a esta evidencia histórica del equilibrio como valor supremo, aquí seguimos los torpes humanos del siglo veintiuno abonados a la cofradía de la desmesura, a la polarización de posturas y al exceso como estilo de vida.

Si queremos aprender a gestionar nuestro estrés de forma inteligente y eficaz, el equilibrio debe ser el faro que nos guíe siempre. Y digo siempre, siempre. En este asunto no caben excepciones, justificaciones, ni razonamientos peregrinos.

Para poder recuperar el equilibrio tan pronto como lo perdemos es necesario desarrollar una serie de habilidades y hacer unos cuantos retoques a la filosofía personal. Estas necesarias tareas nos exigen arremangarnos, dejarnos de tonterías y sudar la camiseta. En caso contrario, la inercia perezosa nos conducirá a un equilibrio descafeinado, fingido y sobreactuado, ese que abunda en la subcultura del postureo.

Aparentar que somos felices y triunfadores con fotos retocadas, mucho maquillaje y objetos ostentosos es un deporte de masas que se juega en todas las calles y plazas de nuestro impostado existir. Y tras esa pátina carnavalesca se esconde el drama de un sufrimiento atroz disimulado con mentiras, pastillas de colores, chupetes y chupitos. Para muchas personas atrapadas en un estilo de vida anfetamínico, obsesionadas por la locura del hacer, tener y ganar, los conceptos de sobriedad emocional, homeostasis o armonía suenan a aburrimiento.

Quien está acostumbrado a las montañas rusas emocionales, con sus chutes de adrenalina en las fases altas y sus caídas al infierno en las horas bajas, no aceptan a las primeras de cambio una vida más plana donde la distancia entre polos se acorta. Seguro que conocemos a algún aficionado al melodrama que obtiene sus gratificaciones por la vía rápida de las adicciones y que manifiesta sin pudor el firme propósito de mantener esa dinámica por ser “la sal de la vida” y “mientras el cuerpo aguante”.

En el fondo de nuestro corazón todos sabemos que en el término medio está la virtud y en los extremos habita el sufrimiento. Aun así, muchos vienen de fábrica con la tendencia a abandonar el camino del medio para vivir en el fango de la periferia. Cuando inevitablemente llega el momento de morder el polvo y tragar quina se quejan con un lastimero: ¿por qué me tiene que suceder esto a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Creen que saben lo que no saben y deberían saber. Pura necedad.

Segunda cuestión: la relación con la Naturaleza.

Aun sabiendo que la Naturaleza nos da la vida, es nuestra madre y formamos parte indisoluble de ella, somos tan necios que no sabemos cuidarla, preservarla y protegerla.

El “homo nescius” se muestra demasiado a menudo tremendamente descuidado en los asuntos del cuidar. Otras veces es directamente letal y criminal. Por un lado, es muy deficiente en el desempeño de preservar la vida y, en cambio, es un cobarde frente a la muerte. Tanto es así que no soporta mirar de frente el hecho más que evidente de que todos moriremos, archivando el tema en la caja fuerte del tabú y la superstición.

La contradicción es bastante pueril. Por un lado, maltrato y descuido la vida y por otro me cago en los pantalones cuando la muerte me salpica. Cuando destruyo me pongo gallito y cuando me roza la parca me acobardo, imploro a un dios en el que no creo y pongo carita de niño bueno. Esto no tiene sentido, lo mires por donde lo mires. Ni sentido superior ni sentido inferior.

Con las gafas de ver a lo grande y mirando desde arriba no es posible dar un sentido superior a la vida que sea incongruente con la ecología de todos los sistemas. Dicho de otro modo: no es posible crear un sentido superior y perdurable si maltratamos al planeta, al prójimo y a nosotros mismos. Alguien nos podría decir: Pero, ¿de qué vas? ¿Qué mierda de sentido de vida se puede basar en hacer daño a todo bicho viviente? El sentido superior se crea con los firmes propósitos de aportar valor, dejar una huella positiva y servir a los demás.

El sentido inferior, el pequeño y mezquino, a lo mejor admite la depredación, la codicia infinita y la ausencia de compasión. Es sentido, pero es un sentido asqueroso que no genera felicidad ni nada que se le parezca.

Para cambiar este despropósito es preciso mirar de otra manera, mirar con visión sistémica al planeta Tierra y al universo entero. Este tipo de visión se refiere a algo tan sencillo como sacar la cabeza del ombligo y alzar la mirada hacia el horizonte, a dejar durante un rato los detalles para contemplar el panorama global, a considerar a todo lo que veo y a lo que no veo como un todo unido e interrelacionado.

En este sentido, cuando empecé a estudiar Yoga me encontré enseguida con uno de sus grandes propósitos: ayudar a las personas a superar la falsa ilusión de estar separados y fragmentados, eliminando así una ingente cantidad de sufrimiento. Cuando me preguntan para qué sirve el Yoga, suelo dar a menudo esa respuesta.

Necesitamos cambiar nuestra manera de mirar y ampliar el círculo de compasión a toda la humanidad, a todo el planeta, a todo el universo conocido, y también al desconocido. Esto no es fácil, pero es perfectamente posible. Basta con practicar con regularidad cualquier práctica contemplativa y la mirada se abre con naturalidad a todo lo que somos y al sistema mayor en el que nos integramos.

Este cambio en la mirada hace que, de modo natural, podamos ser más empáticos con los demás y cuidadosos con la naturaleza. Nada está, ni mucho menos, separado de mí. El otro y yo, todas las criaturas y yo, somos lo mismo, pertenecemos al mismo organismo vivo.

Pensando y sintiendo así se me quitan de un plumazo las ganas de competir a codazos, de hacer daño a nadie ni a nada. Muchas guerras ficticias internas y externas cesan. Y todo esto sucede de modo natural, sin artificios ni sobreactuaciones, como por arte de magia.

Todos partimos de un error ancestral al experimentamos como algo separado del resto, una especie de ilusión óptica de la consciencia que nos mete en una horrorosa prisión y que es una fuente inagotable de estrés y sufrimiento.

Si esto es así, necesitamos con urgencia deshacer esta ilusión y darle la vuelta a la tortilla para concebirnos y experimentarnos como unidos e integrados en un todo pleno, total y completo. Si no hacemos esfuerzos más decididos por ampliar nuestra visión y nuestro círculo de compasión, somos unos necios recalcitrantes. Creemos que sabemos lo que no sabemos y deberíamos saber. Y así seguiremos: depredadores de la vida y acojonados ante la muerte.

Mirando con amplitud de miras las ideas expuestas, podemos concluir que no son nada del otro mundo, nada nuevo bajo el sol. Son ideas sencillas y esenciales que a estas alturas del partido deberían haber calado hondo en la conciencia humana.

¿Qué he enfocado en este artículo bajo la luz de mi linterna? Lo mismo que enfocaría el bueno de Perogrullo: mantén el equilibrio y cuida la vida. Como puedes ves, nada que no sepamos ya, nada que se aparte de la razón, la sensatez y el buen juicio.

Aun así, a poco que te descuidas, aparece un necio que cree que sabe lo que no sabe y debería saber, y se pasa la sensatez por el forro de los pantalones.

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